jueves, 28 de marzo de 2013
domingo, 10 de marzo de 2013
EL LETARGO DE LAS AVELLANAS
Por fin había llegado el momento, llevaba meses preparándome desde que me enteré de que el examen de matemáticas era al día siguiente. Esa tarde hice muchas cosas, pero sin duda la más difícil tuvo lugar cuando mire al libro de mates con desprecio. La mirada me dejó exhausta pero volví a mirarlo una vez más. Juro que nunca antes había estudiado tanto para un examen. Fue un día intenso, un día que recordaría hasta el resto del minuto en el que habían acontecido los hechos.
Al día siguiente, cuando llegó la hora, me apresuré hacia la clase donde se hacía el examen. En la entrada, los alumnos estaban reunidos resolviendo sus últimas dudas. Solemne, me dirigí hacia allí con valor, energía y un sandwich de queso metido en los pantalones. No diré como llego hasta allí, pero allí estaba. Y no pensaba sacarlo. Si lo que no te mata te hace mas fuerte, ese sandwich podría marcar la diferencia entre el aprobado y el suspenso. “Apartaos, tengo un examen que suspender” dije yo y entré como un tío desesperado le entra a una chica sin más posibilidades que las que se le ofrecen. Pero no, desde luego esa no era mi clase. Me había equivocado. El examen se efectuaba en el piso superior. Rauda y veloz me compré un chupachups y fui a clase. Me paré en seco. Yo miraba a la puerta, la puerta me miraba a mí. La bombilla del pasillo nos miraba a ambas, un ciego que pasaba por allí, no nos miró a ninguna. Eso me sentó mal. Entré. Todos estaban perfectamente alineados en círculo haciendo el examen. Me senté allí donde la profesora había depositado un examen para mí. Blanco, completamente blanco. Todos los demás eran exámenes normales, pero el mío no. Entonces lo entendí, era un examen invisible como venganza por haber llegado tarde. Pero si pensaba que me había derrotado lo llevaba claro. Le seguiría el juego, escribiría cosas invisibles. Así pues, me ajusté el sandwich, le saqué la tinta a mi bolígrafo y comencé a “escribir”.
Después de un rato, la profesora se acercó y me dijo sorprendida que ya podía darle la vuelta al examen. Entonces, ante mi se mostró algo todavía peor que un examen invisible. Un examen no invisible. Aún no recuerdo como lo hice, pero acabé el examen. Una semana después la profesora nos dio las notas y para sorpresa de todos, fui la única que aprobó el examen. Todos se acercaron para preguntarme como lo había hecho: “solo una palabra” les dije, “sandwich de queso”. Sí, lo sé. Eran tres, pero habían suspendido matemáticas. ¿Qué mierdas iban a saber? Entonces la profesora rectificó y dijo que se había equivocado. Habían aprobado todos menos yo. CONSPIRACIÓN. Salté por la ventana y atravesé las calles corriendo. Fui a la esquina del mercadona a 0,2 metros de la esquina y a 1 de la carretera en la perfecta alineación con la diagonal que cruza la calle hasta el edificio de la otra acera, me saqué el sandwich de queso y lo tiré con una fuerza casi capaz de aplastar a una hormiga. Completamente desmoralizada, emprendí el camino hacia el instituto. Ayudé a una viejecita a cruzar la calle y luego la tiré a la carretera justo cuando pasaba un coche. Murió. Si quieres un trabajo bien hecho debes hacerlo tú mismo y yo no podía arriesgarme a que esa mujer no muriese. Entré en clase, el mundo se había tornado sombrío y cruel. La oscuridad me rodeaba allí donde fuese. El conserje encendió la luz y me dijo que podía irme ya, que habían terminado las clases. Nunca volví a confiar en un sandwich de queso... nunca. Pero aunque parezca que para vuestra pobre narradora todo fue desdicha y sandwiches traicioneros, al final una pequeña luz alumbró mi vida, porque mientras volvía hacia casa vi algo resplandeciente en el suelo. En efecto, era el envoltorio de un chicle vacío. ¡Plástico gratis! Por fin mi suerte empezaba a cambiar.
Mariel pitufo salvaje
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